24.5.08

Mitológica III

En esta isla entramos sólo el mar y yo. Algunas veces se nos une Andrómeda y me inyecta insecticidas para que me despabile, pero el efecto es el contrario: sólo logra convertirme en otra nebulosa. Es allí cuando empezamos a entendernos y tenemos largas charlas donde sólo hablo yo y le digo, por ejemplo:

Ando con ganas de no desentonarle al cosmos, de enderezar los ejes de un mañana en el que no sean necesarios psicoactivos para ser hermanos, humanos, héroes, hermosos.
No sé si me entendés. Es como un sentimiento que erró la ruta y apareció en una frecuencia diferente cuyas coordenadas no pueden descifrarse, una niebla sumergida en la horizontalidad del fastidio hospitalario.
No sé si soy clara. ¿Viste cuándo extrañás la tierra firme que encontrabas en ese aire tan particular del afecto, o en los días plasticola cuando no había estática en nosotros y el globo tenía la forma siamesa del alivio?


Ella escucha, o hace que escucha y peina sus cabellos. Es tan hermosa que merece algo más que una galaxia remota. Yo le daría, si pudiese, el universo entero para que lo desprecie. Yo le daría todo lo que necesita desconocer.
Ella escucha y yo, invariablemente, prosigo con historias que comienzan con “había una vez”. Una de ellas es la siguiente y la transcribo de memoria. (En la isla no hay con que tomar apuntes y todo se rige por la caprichosa capacidad de disimular baches y heridas de arma blanca).

Había una vez un papel con letras borrosas que descansaba sobre la bandeja vacía de un banquete al que no tuvieron la amabilidad de invitarnos. Yo me recuerdo agazapada entre la luz que entreveía por sus piernas. Era viernes y había muchos kilos de frutas robadas. Siempre los viernes fueron días de ilegalidad sacramental. Perpetuamente viernes, excepto cuando fue siempre, lo demás fue viernes de estaciones minadas de boletos explosivos, con la furia tormentosa de amores que no pudieron abrazarse a sí mismos porque sólo existieron en la aturdida y maniática literatura de la memoria.

Andrómeda suele aburrirse cuando llegamos a esta instancia y siempre desaparece haciéndome creer que es Perseo quién la espera, pero yo sé que no es cierto, que Perseo es sólo un mito y que no se puede concebir tanta belleza en manos de un abusador de poderes femeninos, un mariconazo amparado en la Medusa.
A ella, aunque no sea suficiente, yo la prefiero constelada. Al menos así brilla, puedo verla aunque esté a demasiados años luz de distancia.

En esta isla me sorprendo calentando el estaño de los días, hago bolitas que al instante se endurecen y la sensación perruna de aullarle a montañas que sólo escuchan la conmiseración del miedo me resulta soportable. La bolsa gigante de mi consciencia me hace declinar tratos convenientes.
Es que nunca logro exportar todos mis archivos, excepto cuando Andrómeda irrumpe y se queda sentada contemplando el mar que todo lo rodea y ruge una oración que implora por la finitud de lo inmutable.
Casualmente, esos días son los viernes.

archivado en: astronomía incomparada, el catorce Pollock y su nave espacial