24.7.07

Tutiplén de fuego gris

Sepan yo no vengo con sombra y ustedes son bellos sin mí. En fin, yo no existo en las sombras.

Cierro los ojos y hago más fuerza que el japonés de Héroes cuando quiere teletransportarse, sin embargo sólo oscuridad y tenues, imperceptibles contraluces. No hay nada más que los sonidos del dolor que me rodean y una noche que deberé abordar, sostener, resignar. Sacarle algún provecho a este fiasco, hacer tiempo, ayudar a alguien.


Pobre la mujer azul, que ya no es corpórea, con sus dedos hizo cruz y chau.

La era del hielo. Inexorable, conocida, esperada, la era del hielo. Después del verano (que duró un poco más esta vez), temporada otoño-invierno, es sabido, no sé que me sorprende. Tus ciclos son copiados en carbónico. Yo me aburro de esperar algún matiz que no te haga previsible, yo me aburro y mirá que si me aburro un día de estos no te quiero más, mirá que si me aburro hago cruz y chau.


Ya no están los ruidos que hablaron melodías hasta el fin, ya no más ventanas que hicieron parpadear alguna luz.

Uno sabe que el milagro es sólo un libro de papeles que te muestran espejismos desde índice a prefacio, que no hay dosis de resinas que te salven, que mentira es el banquete de promesas mal cumplidas, uno siente que la espera es como un rito, que los cambios tienen nombres complicados, porque sabe que la historia de los días huele a restos que dejamos en renglones donde risa es accesorio de la pena, donde hay manchas de licores y tabaco, uno sabe que el milagro es libro en blanco.


Nena, tu cabeza va a estallar, nena tu cabeza va a estallar. Han vaciado el mundo, pronto nena, llena el hueco, inventa un Dios.

A mis años y todavía hago la suma de los números del boleto que me toca para saber la letra inicial del chico que gusta de mí. En el tren me toca la hache. Pienso en haches: Héctor, Hugo, Haroldo, Horacio, Hermenegildo.
Los dos Hugos que conozco son ex cuñados, el único Horacio que conozco tiene 78 años y cáncer de próstata. La hache no sirve. Mierda.
Todavía me queda la posibilidad del boleto del colectivo. Es lo bueno de viajar por horas, es lo bueno de vivir en provincia. Muchos boletos, muchos números, muchas iniciales, muchos chicos que gustan de mí.
El 39 me da la ele. Pienso en eles: Leandro, Luis, Lucas, Lisandro, Ladislao, Lautaro, Leonardo, Lorenzo, Luciano.
Los dos Luises que conozco me odian. El único Lucas que conozco es puto. Tiene que haber otro nombre, tiene que haber otro nombre, ¡si tuviera el google a mano! Pero no lo tengo y entonces me esfuerzo: León, Leónidas, Lucio… tiene que haber otro nombre, tiene que haber otro nombre:
¡Ja! ¡Te descubrí, Livio!


Mientras busco, las calles son bocas de lobo, gargantas del piso. Y mas allá solo me queda un segundo más, este cadalso temporal no es mío, no es para mí.

Hubiese querido que el tipo desenfunde un revolver y se mate ahí mismo. O me mate a mí, o le de a un transeúnte apurado salta charcos. Hubiese querido que suceda algo que nos saque de esta alucinación que se supone es la realidad. No era demasiado pretencioso, era simple, podría haber sido bello. La violencia es natural. Todos amamos en forma proporcional a nuestros odios y no hay nada que pueda asegurar que está bien o está mal porque sucede. No es exactamente lo que un juez aprobaría, pero así es como funcionan los deseos que no nos atrevemos ni a imaginar.


Todas las flores del sol en el campo una mañana lloran la lluvia. Quiero saber porque la lloran.

El reloj de agujas inmóviles dibuja una especie de vacío. Yo no sé de miedos ni parálisis faciales del silencio, aún así intento manotazos, torpes juegos que retan a la avidez de razones ancestrales, me sumerjo en los ríos profundos de la mente y es allí donde observo que nada es par, que todos los colores existen por la luz, que sin ella el negro, la ausencia, que sin ella no hay. Quiero saber por qué no hay luz.


Y sé que habitas más allá, acaso estés tras este umbral o en los lugares que no hablaron jamás, pues habla en mí, late en mí.

En el asiento de enfrente viaja James Spader. No es tan rubio, pero es él, igual a él. James Spader me mira. Me miró cuando subí al tren y me senté frente a él. Yo leo, trato de prestar atención, de concentrarme, de no levantar la vista. Pero levanto la vista y observo que me mira. Creo que me sonríe. Yo pienso que soy linda, por eso me mira. Después pienso que tal vez tenga algo raro, a estas horas sería lo normal, la línea de los ojos corrida, alguna mancha horrenda, incluso tal vez la alergia y yo sin darme cuenta, ¿comida pegada en la comisura de los labios? ¿algo en algún diente? No da sacar un espejo. Va a creer que es por él. Va a creer la verdad. James Spader me mira. Tal vez me conozca de algún lado. Eso me da un poco de miedo. Hay mucha gente que me conoce y yo no recuerdo. Hay gente que sabe cosas de mí que yo no sé. Los días blancos... James Spader es muy lindo. Lleva un traje gris. En el Urquiza todos los chicos lindos llevan traje gris. Y este me mira. No sé que estoy leyendo. Hago que leo. No tengo idea de cuál es el argumento, olvidé de qué libro se trata, no me importa saberlo porque James Spader me mira y, antes de bajarse en Coronado me sonríe. Cuando ya han cerrado la puerta, cuando el tren arrancó, cuando estoy a salvo, lo miro con total desparpajo. Camina por el andén. Sigue mirándome. Le sonrío (ahora puedo sonreírle) y James Spader se va. No es lo que los críticos de cine llamarían una gran historia de amor y calificarían con muchas estrellitas, pero es algo. Mejor estuvo Crash, pero bueno...


Debo llegar hacia las manos de alguien que sepa de mi alma, que sepa que mi alma, que sepa que ya no está en mí.

Éramos muelles desiertos como rezos de náufragos en una balsa de espuma. Encorvábamos la vista tras una vela de nostalgia, pudimos detener el viento pero no lo hicimos. Llevábamos el amor aborrascado.


No voy a hablar de la penumbra, mejor voy a ver si puedo despertar. No quiero hablar de tantas cosas, mejor voy a ver si puedo olvidar.

¿Qué más quisiera yo que poder bajar la estúpida cortina, cerrar el tétrico postigo, descorazonarme el centro abismal de la pasión, qué más quisiera yo que olvidarme que te alojas en esta tierra, que aún no te has muerto porque nunca supe, yo no sé cómo se mata, yo no pude y era necesario, yo quería, más me fue imposible en su momento, qué más quisiera yo que deshabitarte de mí, desrecordarte?


Sólo el amor nos podría curar

Muñecote endemoniado, trucha pucherito, no me mires con eso sojos te lo pido por favor porque me voy a ahogar en el mar azul como el mar azul, vení, vení, vení, vamos a hablar, no, mejor no hablemos, vamos a darnos besos, mil quinientos o por lo menos unos ciento cuarenta. Alterame el estado de conciencia bombón de chocolate relleno de licor al marrasquino y la cerecita, dios me ampare, sé buenito no me dejes caer en la tentación que me pongo como loca y un día de estos sin aviso previo voy, te digo, te juro que te digo que me gustás más que una tarta de frutillas fuera de temporada, más que Arcade Fire, más que que un cuadro de Kandinski, más que cinco gigas de ram, más que el Photoshop.


Sanos se ven los muertos si miramos en torno nuestro, fuera o adentro o lejos, lejos del cristal, solo es una caspa, caspa tropical.

Demasiado fresco pa’ Caribe. Inapelable. Lo que encuentra su cómodo lugar. La pereza que te esconde y le da el exacto respiro a la calma que debés amamantar como una madre primeriza, mezcla gozo y dolor, mezcla incertidumbre y seguridad.


archivado en: tutiplén pletórico de romanticismo que desentraña la pureza y esencia misma del amor en su completitud y queremos tanto a Spinetta