28.6.12

Yo no sé que es esto, pero sé que es lo mejor para todos (revisited)


Desde esta perspectiva, transitado un camino de largo recorrido, no puedo ver dónde quedó la casilla de inicio, pero sí saber que cerca, muy cerca está la de llegada. Por eso descanso, me siento en una superficie más dura que la veta que alguna vez me heló la sangre, me tomo el tiempo que haga falta, el que sea necesario para avanzar hacia el final de este juego ineludible.

Mientras tanto, en las nubes una grieta por donde penetran salivas sedientas. El horizonte no es una línea horizontal sino una frase interminable que aúlla la soledad de un nombre a repetición. Como disparos de una Mauser.

Algo así es lo que veo. Aunque mi percepción esté nublada como estos días de alfombras de hojas secas.
Cosas muertas o que lo parecen. O que debieran estarlo. Pero nada está tan muerto mientras el murmullo aturda cada capa de musgo, cada micropartícula de tierra.

No es lo que suelen enseñarte en academias, no tiene similitud alguna con estudios basados en el reciclaje de basura, deshechos, despojos de lo que alguna vez fue útil, necesario, imprescindible, aunque no sea imprescindible la palabra indicada.
Sabemos que se puede prescindir de todo, incluso de la vida.

Aunque nada está tan muerto, sin embargo, estos caracoles tienen ojos blancos.

Me pregunto que han de hacer todas las sales que combinan la materia blanca de la ausencia. Esta piedra nos conoce, este oscuro rincón guarda alguno de nuestros secretos, estas hebras de azafrán saben de sonrisas en los ojos, esta cama conoce del vértigo de otros días.

No creo que sea necesariamente esto lo que quiero que se entienda, sino algo más taxativo.
Por ejemplo: fuimos inmensos, juntos nos hicimos grandes, cada uno a su manera.


Y también me pregunto qué hago aquí despabilando nostalgias si es que persiste todo lo admisible y nada, absolutamente nada está tan muerto.

Mientras tanto, la calle es una baba pegajosa que se alarga conforme pasan los semáforos, los árboles, la letal nebulosa de un soplido. El tipo dice:

—Parecieran las diez sin embargo son recién las seis.

Y es cierto. Miro el reloj y son las seis, disiento, no parece nada, es simplemente otoño y sus vahídos, su brevedad y el rasguño que año tras año deja marcas. En las sienes, en las manos, en el hueco neurasténico del instante.

¿Qué importancia tiene que los días se acorten? No sabemos nada del tiempo si es que no hemos saboreado las guadañas, el ruido de cadenas que luxaron las muñecas del fastidio. Empedrados de pena en Buenos Aires City y los huesos que crujen su artrosis. Clase B la película. Clase B el taxi. Clase B las ganas y la protagonista necesita más operaciones para su rostro desfigurado por cirujanos residentes.

Juntamos cosas viejas. Fotografías, trenes de colección, cajas de cigarros y bombones. Atesoramos basura (imprescindible muerta, basura) disfrazada de recuerdos para no dar vuelta las páginas.

Mientras tanto pienso que este capítulo ya lo he leído muchas veces. Este capítulo es un absurdo eufemismo. Si pudieras darte cuenta de lo vano, de lo breve, de lo descabellado que es pensar en permanencias. Más o menos esta es la idea principal, lo demás son intentos, manotazos de ahogado, tablas de náufrago, desesperada y torpe ceguera. Los ciegos ven cosas que jamás podríamos siquiera imaginar.

No se trata de contar una historia de otros, no es escribir un guión apto para la pantalla, no es la idea ni el plan. Se trata de tener la certeza de que no existe plan alguno. Lo básico. Instinto y laissez faire, que todo suceda como una nota al aire. Esperar la desaparición de los inútiles sentidos.

¿Qué superpoder elegirías si te dieran la opción? ¿Ser invisible, teletransportarte en el tiempo, en el espacio, volar, ver el futuro, ser inmortal?
Qué horror ser superhéroe. Todo poder es un dolor tremendo.

Mientras tanto el tipo dice:

—Estoy contento porque hoy hay partido.

Me pregunta si en casa lo veremos. Le digo que no sé, tal vez. No importa. No es importante. Esto quiero quede claro. Lo que no es importante para mí no debiera serlo para nadie. Lo sé. Es pura soberbia, es una más de mis fantasías: el mundo diseñado para mi satisfacción. El ombligo, mi ombligo.
Todo lo demás rellenos: música, televisión, libros, amores ridículos, dormir, soñar, fumar. Meros rellenos. Como migas de panes que barren las astillas. Y la asfixia siempre como una amenaza.

Hasta reinar se hace insoportable.

Lo devuelvo. No lo quiero, bastó un segundo para entender que es agotador ser dios, fue suficiente un segundo para saber que esta es una prueba irrefutable de su no existencia.

Si yo fuera dios acabaría con todas mis estúpidas creaciones.
En un santiamén, así, de un plumazo diestro, y después descansaría. La eternidad sería el gran vacío del aburrimiento.
Si fuera dios empezaría por pensar el modo de suicidarme y me aseguraría bien de que después no hubiera nada.

Mientras tanto, un rato de éxtasis. Una semana (a lo sumo) de conexión con sensaciones escondidas.
Pero poco. Trivial, efímero, bueno para nada.

El final de la avenida es una frase interminable que aúlla la soledad de un nombre.
Como una cámara fotográfica que dispara a repetición una idea que dice que vivir es una enfermedad que afortunadamente se termina.

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