11.5.11

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Desperté con una mancha de sangre reseca pegoteada sobre uno de los párpados.
Un arañazo, profundo, me cruza las arrugas de la frente. Sin embargo,
últimamente, he estado durmiendo solo. Y me pregunto por qué un hombre,
incluso en un mal sueño, alzaría la propia mano para lastimarse la cara.
Raymond Carver

Tercer round. Al cuarto golpe cae. El suelo se abre hacia un silencio de desierto y el tiempo muere en el giro de la náusea.
—Morder el polvo —piensa—, en eso consiste finalmente la única victoria posible.
(Entregarse al plan. Ya no resistir como cuando sus brazos eran fuertes como las ramas de un olmo. Ahora las raíces se han podrido con el agua).
Sobre la niebla equívoca que flota en el aire oye el eco de lo que se ha roto: los huesos, las ganas, el último atisbo de redención.
La noche travestida se acerca a él y lo invita a una última copa. Las luces, el murmullo ensordecedor del auditorio. Sanguijuelas hambrientas, masturbadores compulsivos, sodomitas de la desesperación que pactan con el miedo ajeno.
Con un rencor parecido al de dos malos amantes.

Ya en casa. Su rostro ha quedado para siempre entre otros guantes, y la primera cicatriz, la del mentón desapareció bajo tantas otras repetidas.
De otros días.

Media botella para paliar la fiebre y exilarse del fracaso. Un fajo de billetes que no pagan pero alcanzarán para aguantar un nuevo tiempo de espera inmóvil.
—Ya no hay sueño donde ocultarme —piensa—, es hora de deshacerme el cuerpo en bocanadas de rabia.
(Si algún músculo respondiera la orden de la ira, si hubiese algo más que destruir, si quedase una pizca de alma que vender)

La oscuridad del cuarto lo separa de todo lo que respira afuera. La boca enferma cuelga a un costado, el tabique es algodón teñido que acomoda con el único dedo indemne. El que señala un retrato que desde la pared lo mira con ojos muertos.
Como los de su madre.
Abiertos, eternamente secos de tanta inexpresión.

Pero son sus ojos, o los que eran antes de hundirse en la autocompasión, en la inmisericordia de la tumba que es su cama.

Un fajo de billetes, cuatro golpes. Tantea el bolsillo y encuentra un cigarro a medio fumar. La mueca que forma su labio es el espacio justo donde poder colocarlo. Aspirar, y al sacar el humo ver como después de hacer dibujos grises, se desvía hacia la ventana y se mezcla en el aire.
 
La sed sangra y no cede. El whisky arde. El anhelo fue un amante que pasó por su carne sin dejar más huella que la de un recuerdo que perdió sustancia.

Un segundo antes de la línea blanca, del vértigo, sacude las escamas que quedaron en la piel, se sirve otro trago.
Este whisky va a matarme —piensa—. El humo que suelta de su boca dibuja algo parecido a una burla.

archivado en: restos de poda

3.5.11

Por ejemplo

La burra al trigo, el trigo al molino. Otra vez vuelve, otra vez sopa...
Mafalda desciende por una escalera de caracol. El caracol se queja, se queja del peso, Mafalda es obesa.
Mafalda es obesa, pero aún así sueña:
Sueña que un mancebo apolíneo (príncipe de alguna comarca... si es por soñar, se sueña en grande, con nobles, nobleza obliga, Mafalda es obesa pero no es tonta y sabe soñar), la encuentra en el momento y lugar más insospechados.
El sitio es un cantobar. El momento, viernes a la noche (entre las diez y las once)
El karaoke vomita una melodía. La canción “Libre” de Nino Bravo y el mancebo, príncipe o similar sube al escenario y exige que, de inmediato, los músicos toquen un vals.
No hay músicos.
Hay un pincha discos pincha rata que busca y rebusca y no encuentra.
—Ya mismo me consiguen “Danubio azul”, grita el mancebo del cual ya no quedan dudas: además de príncipe es malhumorado.
Y despótico.
Y bastante maleducado, aunque en el sueño de Mafalda es diferente: amable, apuesto, encantador, fino, y gallardo (caballero)
El pincha discos baja la canción con el E-mule y por fin suena el vals.
Uno, dos... uno, dos...
La lala lalá, lalalala lalala lalá...
El príncipe otea las mesas. Cientos de doncellas (que también sueñan pero no son obesas) lo miran con pasión.
Con ilusión.
Esperanzadas.
Jaime, que así se llama el príncipe de todos los sueños de todas las doncellas, excepto de Mafalda quien todavía no ha soñado su nombre (y no parece tener la intención), se queda observando un largo rato.
Su mirada se nubla, la mente se le pone blanquecina. Una vecina de mesa de Mafalda comienza a aplaudir. El resto de las doncellas la siguen.
Zapatean.
Abuchean.
Todas las doncellas. Todas menos Mafalda que sigue en silencio, casi inmóvil mirando a su mancebo apolíneo, príncipe de alguna comarca.
El vals termina y el príncipe no sale de su letargo.
El pincha ratas se aburre y pone una cinta de música techno industrial argentina.
Al palo.
Al re palo.
La argentinidad.
Todos comienzan a bailar. Todos menos Mafalda y el príncipe, que súbitamente despierta y la mira.
Sobresale. Mafalda sobresale.
En todo sentido. Se destaca.
Por sus dimensiones y por su quietud.
El príncipe le hace una seña para que se acerque y Mafalda, avergonzada, escapa por la salida de emergencia, minutos antes de que se desate la tragedia.
Se produzca la catástrofe.
Se desencadene la gran calamidad donde mueren todos.
Todos menos Mafalda que despierta, se incorpora, se arrodilla, cruza las manos y recita:
La burra al trigo, el trigo al molino. Otra vez vuelve, otra vez sopa...

archivado en: el escarabajo que todo Kafka debe llevar consigo, si es de oro, debiera llevarlo Poe