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Desperté con una mancha de sangre reseca pegoteada sobre uno de los párpados.
Un arañazo, profundo, me cruza las arrugas de la frente. Sin embargo,
últimamente, he estado durmiendo solo. Y me pregunto por qué un hombre,
incluso en un mal sueño, alzaría la propia mano para lastimarse la cara.
Raymond Carver

Tercer round. Al cuarto golpe cae. El suelo se abre hacia un silencio de desierto y el tiempo muere en el giro de la náusea.
—Morder el polvo —piensa—, en eso consiste finalmente la única victoria posible.
(Entregarse al plan. Ya no resistir como cuando sus brazos eran fuertes como las ramas de un olmo. Ahora las raíces se han podrido con el agua).
Sobre la niebla equívoca que flota en el aire oye el eco de lo que se ha roto: los huesos, las ganas, el último atisbo de redención.
La noche travestida se acerca a él y lo invita a una última copa. Las luces, el murmullo ensordecedor del auditorio. Sanguijuelas hambrientas, masturbadores compulsivos, sodomitas de la desesperación que pactan con el miedo ajeno.
Con un rencor parecido al de dos malos amantes.

Ya en casa. Su rostro ha quedado para siempre entre otros guantes, y la primera cicatriz, la del mentón desapareció bajo tantas otras repetidas.
De otros días.

Media botella para paliar la fiebre y exilarse del fracaso. Un fajo de billetes que no pagan pero alcanzarán para aguantar un nuevo tiempo de espera inmóvil.
—Ya no hay sueño donde ocultarme —piensa—, es hora de deshacerme el cuerpo en bocanadas de rabia.
(Si algún músculo respondiera la orden de la ira, si hubiese algo más que destruir, si quedase una pizca de alma que vender)

La oscuridad del cuarto lo separa de todo lo que respira afuera. La boca enferma cuelga a un costado, el tabique es algodón teñido que acomoda con el único dedo indemne. El que señala un retrato que desde la pared lo mira con ojos muertos.
Como los de su madre.
Abiertos, eternamente secos de tanta inexpresión.

Pero son sus ojos, o los que eran antes de hundirse en la autocompasión, en la inmisericordia de la tumba que es su cama.

Un fajo de billetes, cuatro golpes. Tantea el bolsillo y encuentra un cigarro a medio fumar. La mueca que forma su labio es el espacio justo donde poder colocarlo. Aspirar, y al sacar el humo ver como después de hacer dibujos grises, se desvía hacia la ventana y se mezcla en el aire.
 
La sed sangra y no cede. El whisky arde. El anhelo fue un amante que pasó por su carne sin dejar más huella que la de un recuerdo que perdió sustancia.

Un segundo antes de la línea blanca, del vértigo, sacude las escamas que quedaron en la piel, se sirve otro trago.
Este whisky va a matarme —piensa—. El humo que suelta de su boca dibuja algo parecido a una burla.

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