8.12.10

Con respecto a esta mañana

Demasiado calor, después de una noche indescifrable, algunas vueltas y el sol que se mete por los resquicios de la cortina, el sol que invita (obliga) a levantarse.
Reflejos condicionados: encender el teléfono, recordar el último mensaje sin respuesta.
Sin respuesta. Porque no la hay. O porque la pregunta quedó en las inmediaciones anodinas del receptor, en algún vaso, en la luz roja (¡DANGER!), en el temblor de las toses, las babas, los dientes mordiendo la carne del costado de los dedos, el chasquido que hace un fósforo al arderse.

Entonces, los ojos como cáscaras secas que esperan vaya a saber cuál de todos los prodigios (improbables).
Después, prender la computadora y corroborar que afuera (adentro) nada digno de mención ha sucedido. Escribir sobre eso: la nada, lo que no es.
Una vez más. Marcha lenta hacia un desierto que inexorablemente nos encontrará ajenos, confusos, endemoniadamente solos.

Pero el patio está de parabienes: hay cuatro flores nuevas. Son rosadas. Son como un reflejo, algo que prolonga (apenas) cierta presencia insinuada en un contorno, un rastro breve, como cuando llueve en el verano y las gotas minúsculas son pequeños brillos que transcurren bajo la luz. Una sensación parecida a una plegaria o un deseo desesperado por salir del hambre famélico, inagotable; de las piedras, del pasaje hacia la sombra futura donde se pliegan narices y frentes, donde todo acaba de suceder para siempre.

Más tarde caminar. Hay una brisa que desaparece, en intervalos, el fuego de la calle. Hay un hombre con un carro repleto de botellas, hay una joven embarazada regando una maceta con jazmines. Ella es una panza descubierta, libre; un ombligo orgulloso, un comienzo.
Como entonces, cuando los días empezaban y algo se movía dentro, pececito amniótico dueño del sueño más suave, (más cierto).

Hay también una anciana (una loca), colgada del cuello del empleado del correo. Hay gente que pregunta cosas. Me pregunta cosas como si supiera o tuviese yo un cartelito indicativo. Igual respondo. Cualquier cosa, lo primero que me viene a la mente.
Hay dos cartas, hay semillas, hay que regresar a casa. Hay albures y una inercia que estimula a no pensar en malas suertes.

Avanzo. Sobre la avenida. Demolición, el esqueleto de lo que quedó de la CALSA (menem lo hizo), y la fábrica de huesos evacuando sus deshechos muy oronda. Exultante.
Veredas rotas, árboles (¿álamos?), restos de cal, arena, material de construcción, agua estancada, glicinas, olor a infancia. Gente que se amontona en consultorios, oficinas, pagos fáciles, bancos, negocios. Gente sudorosa, cansada, envuelta en una especie de vaho resignado.

Gente que trabaja.
Gente que trabaja mientras yo camino la mañana que termina a ciento ochenta grados de la cabeza que se quema, se hace humo espeso, como el que escapa de alguna de todas las chimeneas que aún viven por acá, cerca de casa.

archivado en: mañanas campestres

2.12.10

agua salada

—soy muy feliz —decía con la arrogancia de su inconsciencia perpetua o el aturdimiento del amor a estrenar.

las calles eran de arena, la diferencia al atravesarlas juntos era notable, distintas a otras calles, otros pasos.
nada parecía doler.
excepto los árboles y el dejà vous que traían cuando veía por detrás la luna y el agua concentrándose a su alrededor como una amenaza.
o una sorpresa.

—quisiera que te guste la luna tanto como a mí —dije, sin saber si lo entendía—. me refiero a todo lo que dije con luna, agua, recuerdos, porvenires, lugares, cosas por el estilo.

sus ojos, como brasas ínfimas, me recordaban casi todo el tiempo que estaba orbitando satélites narcóticos, y seguramente fue atmósphere el hilo indesatable que nos hizo entreverar cuando al fin la cama, cuando al fin los cuerpos aprendiéndose.

y los cuadros con motivos navales. también las figuras etnográficas del respaldo. hacerle el amor era como la mañana siguiente a un ritual chamánico.
como las naranjas.
despertarlo una especie de desvío, un volver hacia el fastidio mañanero, una empresa que sorteaba (por entonces) de manera bastante digna.
sin ruido.

tostadas frías que sobraron. desde la mesa pequeñita donde escribía cartas para no dormir (la hija de la lágrima apuñalaba el cuaderno) lo miraba y parecía un desparramo de piedritas importadas agridulces, ya no quedaba noche que abarcar, simplemente acostarme y escuchar un rato el breve ronroneo que hacía su nariz.

con él era así. hasta lo que no era ni sería nunca.
deliciosamente confuso, lejano.

archivado en: ocio y turismo