2.12.10

agua salada

—soy muy feliz —decía con la arrogancia de su inconsciencia perpetua o el aturdimiento del amor a estrenar.

las calles eran de arena, la diferencia al atravesarlas juntos era notable, distintas a otras calles, otros pasos.
nada parecía doler.
excepto los árboles y el dejà vous que traían cuando veía por detrás la luna y el agua concentrándose a su alrededor como una amenaza.
o una sorpresa.

—quisiera que te guste la luna tanto como a mí —dije, sin saber si lo entendía—. me refiero a todo lo que dije con luna, agua, recuerdos, porvenires, lugares, cosas por el estilo.

sus ojos, como brasas ínfimas, me recordaban casi todo el tiempo que estaba orbitando satélites narcóticos, y seguramente fue atmósphere el hilo indesatable que nos hizo entreverar cuando al fin la cama, cuando al fin los cuerpos aprendiéndose.

y los cuadros con motivos navales. también las figuras etnográficas del respaldo. hacerle el amor era como la mañana siguiente a un ritual chamánico.
como las naranjas.
despertarlo una especie de desvío, un volver hacia el fastidio mañanero, una empresa que sorteaba (por entonces) de manera bastante digna.
sin ruido.

tostadas frías que sobraron. desde la mesa pequeñita donde escribía cartas para no dormir (la hija de la lágrima apuñalaba el cuaderno) lo miraba y parecía un desparramo de piedritas importadas agridulces, ya no quedaba noche que abarcar, simplemente acostarme y escuchar un rato el breve ronroneo que hacía su nariz.

con él era así. hasta lo que no era ni sería nunca.
deliciosamente confuso, lejano.

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