2.5.08

Compañía Aseguradora de Hormonas e Insectos.

I
Vienen langostas a comerse las hojitas esparcidas en el plano inclinado de la tarde. Resbalan y el salto se hace un breve vuelo, algo así como un beso en la comisura de los labios, un disimulado gesto, un miedo a desabotonarse la camisa y que se vean los colgajos del alma arrugaditos, indefensos, desguarnecidos.

II
Espía por la mirilla. El voyeur no necesita tocarla; se conforma con ver la parte del mundo que no puede lastimarlo. El voyeur no conoce las mejores mieles, el voyeur lee y sonríe algunas veces, se busca en los versos que ella escribe, se masturba y satisface sus pulsiones, cree conocer algún secreto y se equivoca: ella no oculta, no niega, ella confecciona acertijos para quién esté sensible a adivinarlos. El voyeur no necesita tocarla, espía por la mirilla y descifra sus engaños creyendo que son a su favor.

III
—Hay que asegurarse —dice el voyeur y es su lema.
Y tanto se asegura que vive repleto de candados tan pesados que ya casi no puede caminar.

IV
Las langostas presencian las dos aristas de una escena reflejada en un espejo que deforma. Y saltan divertidas dispuestas a comerse las hojitas de la tarde.

V
No hay descanso para quién tiene que vivir cerrando puertas, acomodando el recuerdo de algún sentimiento entre vinilos antiguos. No hay alegría en aquel que todo lo certifica, que calcula cada paso, que elabora presupuestos muy prolijos y los sigue a pie juntillas, que jamás, ni por asomo, olvida poner el despertador para mañana.

VI
Ella se desnuda para él, a la distancia el juego la entretiene un rato, pero no la satisface. Ese cuerpo supo producir vibraciones emparentadas al violento sosiego del amor. Ese cuerpo es el que el voyeur no necesita tocar, ni ver, con imaginarlo es suficiente y ella sabe que es benefactora de las manos del voyeur. Las de ella son necesarias sólo cuando marcan el compás en el teclado y brillan en el monitor.

VII
El voyeur descubre a una de las langostas que baila aturdida por la risa. Se molesta e intenta matarla con una navaja de colección. Pero llega tarde. La langosta se ha escondido en el cajón donde guarda los profilácticos que ya no usa, o usa en contadas ocasiones cuando se topa con un cuerpo que no va a contagiarle amor ni ninguna de esas pestes peligrosas. El voyeur, a veces extraña algunos rituales que habían nacido y se encargó de aniquilar cuando leyó la letra chica de la póliza y descubrió que no cubría incendios.

VIII
Hay unas cuotas de resentimiento, desilusión, insatisfacción e impotencia perfectamente justificadas bajo juramento, bajo fondo, sobre la libertad que da saber que no hay nada que ganar ni perder, sobre la ley que ampara a los que arriesgan, a los que no temen que una palabra les salte encima y les muestre cosas que se salgan de la agenda.

IX
El voyeur, que todo lo asegura, es un infeliz, y la infelicidad, esa clase de pecado que no figura en los catálogos de la moral, debiera ser penada con un castigo superior al de dos o tres oraciones absolventes.
La infelicidad, en realidad, no tiene perdón.

X
Entonces vienen las langostas a comerse las hojitas y ella les facilita el trabajo, les siembra caminitos porque siente un desprecio vomitivo hacia la muerte emocional y piensa que la cobardía debiera ser un pecado capital.

XI
El voyeur sufre una parálisis contrapuesta a su hiperactividad.

XII
A ella la excita que la miren de muy cerca. Y le gusta ver que pasa en el espejo que está al costado de la cama cuando son dos los que están en movimiento.

XIII
Las langostas se aburren si la historia que están viendo no tiene nada explícito y se van de recorrida por los bares donde hombres y mujeres se miran a los ojos, se toman de las manos y no tienen miedo de asumir el riesgo del placer o el sufrimiento.


archivado en: el otoño del jardinero que esnifaba hortal