28.4.08

Cuento light

Nos dijo la enfermera que podíamos pasar sólo unos minutos, sin hacer ruido y eso es lo que hicimos, o mejor dicho lo que no hicimos: ruido. De eso se encargaba eficiente el respirador por donde el aire, estoy segura, entraba desafinado.
Se ve que los minutos en un hospital siempre son eternos porque cuando la enfermera vino a decirnos "ya fue suficiente", todos salimos a los piques, casi sin despedirnos del futuro cadáver.
Yo no sé si es la inconsciencia o esa cosa inconfesable de querer sacarnos lo más pronto de encima el lastre. Lo cierto es que en el velorio todos lloramos mucho. Me acuerdo que la Marta tenía los ojos muy irritados. Pero con ella nunca se sabe la procedencia del ardor. El Héctor decía: "no puede ser, no puede ser".
Yo lloraba por no desentonar. Nunca me gustó ser diferente. Lo mismo me pasaba cuando cantaba en el coro de la iglesia y todos dejaban su puesto para ir a comulgar. Yo me quedaba cantando como una tonta, siempre firme ahí..."esta es la luz de cristo, yo la haré brillar...", hasta que un día me harté de que todo el mundo cuchicheara por atrás, que se dieran cuenta que no había tomado la primera comunión y me miraran mal.
Y fui y la tomé. Por mi cuenta.
Como lloré por mi cuenta mientras veía a tía Hilda sonarse los mocos y a los primos abrazados como si necesitaran darse fuerza.
Yo no sé si es hipocresía o es eso tan humano de aparentar ser tan humanos, pero la cuestión es que después del entierro cada uno se fue por su lado y recién volvimos a vernos meses más tarde cuando a la Nelly se le ocurrió la embolia y la enfermera nos dijo que podíamos pasar sólo unos minutos.
La culpa es el permiso y juro que la próxima vez que me avisen voy más tarde, de todos modos es lo mismo.
Todo el mundo muere solo.

archivado en: la casa de la pradera