30.12.07

Canción de cuna (Intermezzo)

Deberíamos, digo yo, aprender a quedarnos de vez en cuando, algunos días,
en el interior de lo que somos ahora. Porque afuera está la escarcha intacta del
invierno que no termina de irse entumeciendo todo lo que no supo cuidarse y,
en cambio, adentro, muy adentro, la esperanza de que todavía
tengamos algunas cosas que perder.

Laviga


Entonces era un abismo que se abría bajo los pies. El propio peso del cuerpo hacía la hendidura más profunda y por ella penetraban raíces que impulsaban al fondo.

— Tocar fondo —decía la voz—, a partir de allí renacer.

Nunca podía llegar o simplemente allí es donde había radicado su domicilio, desprevenido, no sabía que eso era el fondo, que más hondo no era posible. Lo confortaban las sombras y los escaparates tenebrosos con muñecos pálidos sin ojos, sin sexo ni vestidos. Nunca podía, o no sabía.

—La suerte está dentro tuyo —clamaba la traducción del grito y agregaba—, estás solo. Es sólo el comienzo...

Es el momento de hablar de cómo se disparaba la adrenalina, de los niveles de glucosa y la frecuencia cardíaca alterada. El precipicio y también el vértigo, la sensación de caída. Una montaña rusa que además extasiaba. La asfixia fascinante. No podía tragar, sentía esa obstrucción y a la vez veía con los ojos cerrados todo lo que por dentro pasaba: las tripas de un corazón retorcido por latir arrítmico durante el tiempo de humos y amores erráticos, un músculo aburrido de desidias y de días feroces y sin treguas.

—Esta es la imagen clara de un lenguaje que es intervalo hecho silencio —interpretaba mientras el reloj sangraba lágrimas de tabaco.

La curiosidad apresaba de tal forma que ni siquiera era capaz de sumirse en la desesperación de hallarse desnudo frente a su ínfimo universo.
En el foso estaba la aguda serpiente del remordimiento, la culpa tomando sus garras para arrancar la piel que sólo servía para esconderse tras una suavidad simulada por cremas y azúcares perfumados.

—Las palabras, mis fantasmas, como vientos que se soplan sin efectos ni contrastes —repetía como una plegaria.

Cada tanto también estaban las caricias, podía amar esa humanidad que pequeñita se hacía pantagruélica, inabarcable y, cuando se sentía a salvo, volvían a clavarle unas agujas muy filosas en la espalda.
Lo que se veía: una cunita transparente, una manito pequeña que necesitaba de su mano, un fallo general que había que reconocer.
Y perdonar.

—Mami, tengo miedo. Prendeme la luz, la suavecita, en el ático se celebran orgías demoníacas. Yo se, los brujos hacen sacrificios. Hay nenes besados por señores que huelen mal —lloraba abrazándose a sus pañuelos de papel.

El pozo olía a sacrílego estupro y el único juego posible para salvarse, era el de perder la vida en él.
O matar.
Enchastrado de su interior, el asco se manifestaba incontenible. El nene crecía. El nene crecía. El nene crecía y se elevaba para tocar el cielo y tocarse. Él, su cielo propio imperfecto, vulnerable, humano, querido y acariciable. El nene debía vomitar la repugnancia y la tristeza, la bilis de sus odios. El nene era más humano que hace un rato.

—Tenés que hacer pedazos las mejores intenciones de los peores intencionados —la voz le susurraba y le ordenaba—, evadí los cuervos de la pena, dejalos en el balde, deciles que se vayan a otra parte, que aquí sobran, que se mueran.

—Mami, tengo miedo de los sueños —contestaba él.

—Todo puede reinventarse, los colores que elijas, prestá atención a los colores que no mientan —respondía la canción de cuna.

—Mami, estoy tan solo, tan lleno de mí que temo verme cuando el despertar.

Y entonces deseaba que aparezca y lo deleite. Pero esa imagen no venía. Inútil forzarla, ya vendría, todavía era muy temprano. Sin embargo las ansias, mirarla desde lejos. Quería tocarla pero estaba lejos, aún así, a la distancia podía ver que era dorada, amarillo fulgurante como las grandes inteligencias. Resplandecía lejana.
Iba a esperarla, comenzaba a sentirse libre.

—Mami, podés apagar la luz. En las sombras descansaré mejor —pensaba, rezaba, imploraba—: Mañana debo recordar que amar es la pequeña e irrefutable esperanza en este adverso y malogrado territorio del constante olvido.


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