15.8.07

Cacería de guanacos I

Lo que más me sorprendió de la República de Ciudadela no fueron sus frondosas selvas, ni el efecto que las nubes provocaban al reflejarse en las cristalinas aguas de sus lagunas, tampoco el trabajo que la lava, durante siglos, había efectuado en las laderas de los volcanes, ni el espectáculo de aquel cielo en el que explotaban estrellas cual luciérnagas curiosas.
No, no fue eso lo que llamó mi atención.
Lo que más me asombró de la República de Ciudadela fue su proximidad con Ramos Mejía, país que, a juzgar por lejanos recuerdos provenientes de mis estudios secundarios, ubicaba, por lo menos, unas setecientas millas más al norte.

Al llegar a la Agencia de Expediciones, Cacerías y Afines, sin disimular mi estado de excitación al imaginar el comienzo de la gran aventura, le extendí a la empleada el voucher que me habían enviado por correo donde constaba el detalle de los servicios que había contratado.
La empleada, una mujer joven y amable, me indicó que la agencia que había funcionado durante cuarenta y cinco años consecutivos en ese lugar, se había trasladado a otra dirección luego de haber sufrido los estragos del tifón Brahuer que había asolado la región semanas antes.
Miré a mi alrededor y comprendí el porqué de la precaria estructura de la instalación. A decir verdad, me había llamado la atención el que no hubiese afiches con paisajes ni banderines de colores. El lugar se asemejaba más a un puesto de choripán que a una agencia de viajes.
Y era, en efecto, un puesto de choripán.

Un tanto desconcertada, pero con la agudez de mis sentidos intacta, aproveché para sonsacarle información a la empleada con respecto al nuevo domicilio de la agencia, mientras degustaba el producto típico del lugar.
La empleada me ofreció chimichurri, a lo que me negué. La experiencia me indicaba que la ingestión de dicho condimento no era la más indicada en vísperas a una cacería de guanacos, ya que podía producir gases que le indicarían a la presa de la presencia de su cazador.
El choripán duró lo que un suspiro, lo cual me hizo reflexionar sobre la levedad del ser durante un instante que fue francamente insoportable, pero como todo instante, se mantuvo por un brevísimo lapso de tiempo, lo cual hizo que pasara pronto.

Minutos más tarde, la empleada me anotó un número de teléfono que, presumí, sería el de la agencia, y salí rauda a buscar una caseta telefónica. Caminé durante varios kilómetros hasta que di con ella.
Pero el teléfono no funcionaba.
Horas más tarde encontré un locutorio.
Y estaba cerrado.
Fue en ese momento en el que decidí utilizar mi teléfono celular y llamé.
Me atendió una voz masculina que supuse pertenecía a un hombre de edad mediana y buen estado atlético, a quién le solicité la nueva dirección de las oficinas de la Agencia de Expediciones, Cacerías y Afines con el firme propósito de dirigirme allí cuanto antes para ajustar los detalles pertinentes a tamaña epopeya que estaba a punto de realizar, sin dejar de mencionarle, en detalle, todos los trastornos que me habían ocasionado la mudanza y también exigirle un resarcimiento de tipo económico o moral.
El hombre escuchó atentamente mis reclamos y luego respondió:
—Estimada señorita, lamento no poder complacer sus deseos, pero el teléfono al que usted ha llamado pertenece a la Pizzería Imperial, los reyes de la fugazzeta rellena. No conozco la agencia que usted menciona, pero gustoso puedo ofrecerle alguna de nuestras increíbles promociones. El servicio de delivery ¡ES GRATUITO!
No sin cierta desazón, y teniendo en cuenta que el choripán ingerido en el instante anterior había durado lo que un suspiro y, por tanto había despertado en mí un apetito voraz, le encargué una chica de muzzarella que venía con dos porciones de faina de regalo; le indiqué la esquina donde me encontraba y me senté a esperar al chico de la moto que me traería el pedido con la secreta esperanza de que supiese algo respecto a la ubicación de la agencia, o, al menos, me orientara acerca del paradero de los guanacos.
El sol comenzaba a esconderse detrás del Pinar de Rocha y por las arenas, bailaban los remolinos...

(continuará)

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