21.8.07

Cacería de guanacos III

—Señorita, señorita, despiértese — dijo en tono suave pero a la vez enérgico—, le he traído su pedido.
—Ah… el chico del delivery —musité yo recobrando un poco, sólo un poco, la fe en la humanidad.
—Se equivoca —dijo él—, y le pido por favor no prejuzgue en lo que podría yo entender como menosprecio de su parte hacia mi persona. Si bien soy el encargado de traerle su alimento no soy simplemente "el chico del delivery" tal como usted me llamó, sino mucho más que eso: soy psicólogo, recibido con honores en la Universidad de González Carman y actualmente estoy haciendo un posgrado en La Academia Intercontinental de Anganuzzi, pasando el río Gral Paz. Usted sabrá del renombre de dicha institución.
—No, no lo sé —contesté algo apenada— pero, dígame, ¿en que consiste su posgrado?
—Eso no se lo puedo decir —contestó él ofuscado—, en la pizzería La Imperial, las normas de higiene y seguridad son muy estrictas, no nos está permitido, de ninguna manera, entablar relación con los clientes, más allá de un simple saludo cordial o la aceptación agradecida de una propina.

Acto seguido, el psicólogo me extendió el paquete con la mano izquierda, haciendo con la otra mano un claro gesto de demanda, cual mendigo en el andén.
Recibí el paquete y de inmediato hurgué en mi bolso en busca de algunas monedas.
Pero monedas no había, por lo cual le extendí un pequeño papel en el que escribí con caracteres caligráficos impecables: "vale por una suculenta propina a cobrar a la brevedad".
El muchacho recibió la nota y al leerla, una lágrima de emoción recorrió su mejilla. Guardó el papel en su mochila, saludó con una sonrisa encendida y se subió a la moto a continuar con la entrega de pedidos.
—Espere —grité desesperada—, necesito hacerle una pregunta, es usted el único ser humano amable con el que me he topado en este día aciago y, teniendo en cuenta sus títulos académicos también agregaría, el único profesional. Tal vez pueda ayudarme a encontrar la Agencia de Expediciones, Cacerías y Afines.
—¿La qué? —dijo él con extrañeza.
—La Agencia De Expediciones, Cacerías y Afines.
—Lamento no poder ayudarla. Lo más parecido a una agencia que conozco es La Agencia de Apolonio Klinky, sita en Los Estados Unidos de Viturro. Queda a 2000 leguas de viaje submarino, creo que la pietronave la deja bien, tal vez allí puedan orientarla.
—No sé como agradecerle —le dije emocionada.
—¡Faltaba más! Para esto estamos los psicólogos, para el estudio de la mente y del comportamiento humano abarcando todos los aspectos de la experiencia del hombre. De todas maneras, mis honorarios son de cincuenta pesitos la sesión.
—¿Pero de qué sesión me está hablando? Sólo le hice una simple pregunta de asesoramiento que usted respondió, pensé que con desinteresado altruismo y amor universal.
—Tiene Usted razón en lo de mi cualidad benévola, pero, comprenda, no en vano quemé mis sesos en la facultad y, por otra parte, aunque mi aspecto sea el de un joven mancebo apolíneo, tengo en realidad cuarenta y siete años y una familia numerosa que mantener.
—¿Sí? ¿Cuántos hijos tiene?
—Tengo tres en edad escolar y dos en edad de merecer —contestó, mientras sacaba de su billetera unas cuantas fotos de niños de cabellos de ángel y miradas inocentes y claras como el firmamento de Bella Vista. Y esta es mi esposa, se llama Claudia y se parece mucho a Caramelito, ¿verdad?
A esta altura ya no me sentía con fuerza para contradecirlo. Miré mi reloj y comprobé que ya habían pasado más de los cuarenta minutos correspondientes a la sesión, según convenio (celebrado en 1947 entre el Ministerio de Salud de la Nación y las Unidades Académicas de Psicología de Universidades Nacionales, Regionales e Interestales), y revolví mi bolso buscando un billete de 50 pesos.
Pero billete no había, por lo cual recurrí al anterior ardid del vale que el muchacho guardó con ilusión junto al que le había dado anteriormente.
—Continuamos en la próxima sesión —dijo de modo casi inaudible porque la moto había arrancado y, según mi criterio tenía serios problemas de carburación. Esto lo deduje al ver el humo negro y espeso que expelía del caño de escape, cosa que me recordó que debía comer mi porción de pizza ante de que se enfriara.
Pero la pizza estaba fría.
(continuará)

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