31.7.03

Notas de Margarita Suárez, encontradas en un parripollo de Burzaco el 9 de febrero de 1962

El día en que cumplí 53 años, desperté con una claridad de pensamiento que realmente me sorprendió a mi misma. Entonces comencé a sentirme aburrida de razonar de una manera tan lúcida y decidí irme de viaje.
Elegir el sitio no fue fácil, pero como era un día de reflexiones perspicaces, empecé por los lugares más convencionales: Mar del Plata; Bariloche, Carlos Paz, Paris, Madrid, Checoslovaquia.
No podía elegir ninguno, hasta que, revisando un mapamundi que me había quedado de la época de la secundaria, di con Burkina Faso. Y hacia allí enfilé.
Al llegar a ese lugar, lo primero que me sorprendió fue encontrarme en África, cosa que para nada estaba en mis planes, porque en realidad soy una persona racista al extremo y ese continente, para mi es señal de animales salvajes y de negros parecidos a esos que bailan candombes en los corsos, o aquellos que vendían velas o agua o empanadas calientes para chuparse los dientes, en la época colonial; o, sin ir más lejos, a Michael Jackson, que por más que ahora se parezca a una ameba, a mi no me engaña porque lo conocí negro y para mi sigue siendo un negro de mierda, aunque baile bien y haya tenido un hijo con una enfermera gorda.
Pero, decía que lo que más me sorprendió, después de lo de África, fue que no había negros comunes, sino negros indios, como los de cuando llegó Pizarro o el mismo Américo Vespucio. Eso sí, grata sorpresa...¡Qué indios, mi dios!
Allí entendí porque Colón al llegar a América lo primero que hizo es hacerse trolo.
En Burkina Faso no había hoteles cinco estrellas como habían prometido en la agencia de viajes, sino chozas de adobe y paja como las de Santiago del Estero; ésas adonde se esconden las vinchucas asesinas.
Una tribu de Mooses divina me esperaba para la celebración de un rito de iniciación que pensé sería el de otro. Mi bautismo de viaje, yo lo había pasado muchos años atrás cuando me casé con un Oficial de Cubierta recibido en la Escuela de Marina Mercante e hicimos nuestro viaje de bodas en un barco petrolero que iba desde Comodoro Rivadavia hasta Bahía Blanca y, a pesar de que nunca entendí porque, si tan lejos del Ecuador estábamos, igual me bautizaron una veintena de marineros que no eran, precisamente Popeyes, ni mucho menos; pero igual no me quejé, porque estaba en mi luna de miel y todo era un gran jolgorio.
La cosa era que cuando uno tiene 53 años, casi todo lo que se parezca a un inicio o comienzo de algo; es de otros. Por eso, cuando la traductora oficial de los Mooses, (que, dicho sea de paso, se parecía bastante a Lindsay Wagner) me dijo que el rito iniciático era para mi... yo me puse chocha.
Ávida de aventuras y nuevas experiencias como estaba, con mi revista Reader's Digest bajo el brazo, me metí en la tienda más grande que había, guiada por mi intuición y el gran cartel luminoso que había en la puerta y rezaba: "Ritos de Iniciación: AQUÍ", junto a una graciosa flechita curvada que apuntaba hacia adentro.
Cuando entré allí me encontré con un sitio parecido al predio ferial de la Rural, durante la Feria del Libro, pero mejor, porque allí no te cobraban entrada. Había diferentes stands y uno podía elegir el que mejor le venía.
El problema fue que todos los carteles estaban escritos en mooseseño y Lindsay se había quedado afuera con la excusa de que a ella ya la habían iniciado y no se le estaba permitida la entrada.
Un poco desorbitada y confusa comencé a mirar a los promotores de los puestos. A decir verdad, casi todos estaban buenísimos. Los del stand Noicidrepatsil, tenían todos caras de gallegos guarros, pero negros; los de Sesalcedaidremirp parecían profesores de álgebra, pero negros. Del lugar llamado Senoicanapert salía un fuerte olor a pervinox.
Y del que tenía el cartel que decía: Sajerapedoibmacretni, se oían ruidos extraños; así que me detuve en el stand titulado Senoicalba, porque los negrazos parecían gente responsable. Y el nombre me sonó simpático.
Aunque uno se vaya a Las Toninas, no deja de estar viajando y nunca sabe bien que se va a encontrar. Pero lo que me pasó en Burkina Faso, seguro que en Gessel no me pasaba.
No más entrar me hicieron acostar en una camilla ginecológica. La realidad es que, y sobre todo viendo al negrito musculoso que me invitó a ponerme cómoda, la idea no me disgustó.
Tampoco me preocupé demasiado cuando me ataron las piernas a un potro dónde mis pies calzaban justos, dejándolas abiertas y en posición de parto. No le vino mal un poco de vida al aire libre a mi pobre sexo en desuso desde el fallecimiento de mi último esposo:Felipe Ríos, un cubano de lo más excitante y excitado. Tanto, que se murió de ardor, el pobrecito y tuvimos que comprarle un cajón a medida porque no había forma de disimular su estado.
Mientras esperaba las mil maravillas que los mooseseños me harían, apareció un médico, o al menos eso parecía a juzgar por su guardapolvo celeste, su birrete, su barbijo y el estetoscopio pendiéndole del cuello.
Me extrañó que fuese blanco. Mucho tiempo después supe que era paquistaní, pero de madre eslava. Esas cosas de refugiados y ostias que no se alcanzan a comprender en el mundo civilizado donde, la vida pasa por el canal "Infinito". La verdad es que no nos enteramos de nada, hasta que no decidimos viajar por el mundo.
El paquistaní, tenía adheridas a su cuerpo varias toneladas de explosivos plásticos y un cartel que decía algo que no entendí porque estaba escrito en árabe fundamentalista; aunque presumí, porque la lucidez todavía me duraba, que sería algo así como: "quedate en el molde que soy un kamikaze y en la primera de cambio me explosiono , y conmigo vos..."
Así que; me quedé bien tranquilita y con la concha al aire.
La ablación de mi clítoris (que, no es porque fuera mío, pero hasta esos días lo había cuidado bastante y con orgullo podía decir, estaba en muy buen estado) no fue lo que más me jodió, ya que, realmente, el pobre tampoco me venía resultando demasiado útil desde hacía un tiempo, exactamente seis meses, en que a Colita, mi gran danés de toda la vida se le había quemado la lengua con una brasa de carbón de un asado que hicimos en conmemoración del 25 de Mayo, y el perro, que estaba medio ciego y medio pelotudo se creyó que era un chorizo y se lo masticó como el mejor faquir del universo.
Lo que más me molestó es que a unos metros de mi, había otra camilla donde un negrazo de proporciones desmesuradas reposaba tranquilamente esperando el momento en que le abrieran el cráneo y le implantaran mi clítoris en su cerebro.
Hace casi dos años que vivo en Burkina Faso rodeada de negros maricones y felices. Alguna razón que desconozco, porque aquí no hay ningún sicólogo argentino, ni ningún manosanta boliviano que me la devele, hizo que no haya podido irme.
Lo cierto es que, cuando comencé a aburrirme de la apacible vida mooseseña, me convertí en hombre...y en negro.
Estoy muy ansioso esperando el turno de mi operación. Al fin tendré un clítoris en el cerebro y conseguiré múltiples orgasmos con cada uno de los pensamientos que se pongan en contacto, a través de dendritas y axones, con él.
Dicen que mañana llega una turista irlandesa muy parecida a Linda Carter.
Ojalá me toque el suyo.