18.2.03

Cuando éramos pendejitos, mis hermanos y yo teníamos un perro que se llamaba Napoleón. Lo había encontrado el viejo en el puerto de Mar del Plata. Era un perro callejero, tenía sus vicios y ya un adulto la primera vez que lo vimos y fue cuando la vieja transó con el viejo para que vivera con nosotros.
Yo le tenía miedo. Medía apenas centímetros y me parecía demasiado grande y peligroso. Así que pasé varios meses sentada sobre la mesa del garage dónde vivíamos, cuando "el perro" entraba a la cocina.
Después, superado el trance, supe que era hermoso tener un caballito para andar a pelo, un "defensor de pobres y ausentes", un recolector de las cerezas que el alemán, el viejo Olo, de al lado de casa cuidaba como a una hija doncella.
Nunca, ninguno de todos nosotros volvíó a tener un perro así. Era audaz, era el gran cojedor de todas las perritas del barrio. Hurlingham, hoy está plagado de napoleoncitos y ya van varias generaciones de ellos. Era valiente, peleador, era el que nos defendía de la vida.
No estabamos solos porque lo teníamos a Napo.

Un día Napo se fue. Se había ido por semanas varias veces "a vivir su vida", tal como siempre decía el viejo.
Estabamos acostumbrados a sus ausencias y no dolían.
Así que jamás lo lloramos.
Simplemente, se fue y jamás volvió. Y seguró un día de estos va a volver.